El grupo de WhatsApp que comunica a los vecinos que concurren al comedor “El Arroyito”, del barrio Santa Rita, en González Catán, se activa cuando el guiso de arroz cocinado por cinco mujeres en la casa de Laura Aquino, una referente del movimiento social Barrios de Pie, está listo. En cuestión de minutos, comienza el trajinar de niños, jubilados y madres en busca del tupper que dejaron un rato antes, para llevárselo cargado con una ración que será su comida nocturna, acompañada de unas naranjas. Es el único día de la semana en que este comedor funciona. La misma frecuencia en caída se observa en el comedor “Panza llena, corazón contento”, en Los Hornos, La Plata. Alrededor de ambos lugares, los testimonios describen un panorama sombrío que no estalla en protestas ni altera la parsimonia barrial.
Tanto en González Catán, partido de La Matanza, cono en Los Hornos, la imagen que devuelven los comedores barriales parece la misma. La escasez de mercaderías limita su capacidad de acción y los obliga a abrir solo una vez por semana, cuando estaban habituados a una frecuencia de al menos tres jornadas semanales. Si bien denuncian que el Gobierno les cortó la asistencia y reclaman que se restablezca el flujo, coinciden en señalar que las protestas no estallan en las calles porque impera el temor a ser reprimidos por las fuerzas de seguridad.
La calle Perseverancia es de tierra y tiene a metros un arroyo llamado Las Víboras, cruzado por un estrecho puente metálico. En ese paisaje, se encienden las maderas para calentar una gran olla, acomodada sobre la carcasa de lo que fue una vieja cocina. Las cinco mujeres que trabajan en el comedor “El Arroyito” están identificadas con pecheras que tienen las leyendas “Barrios de Pie. González Catán” y “UTEP [por la Unión de Trabajadores de la Economía Popular]”. Cada una de ellas percibe un plan Potenciar Trabajo (un programa que el Ministerio de Capital Humano segmentó en dos planes: Volver al Trabajo y Programa de Acompañamiento Social) de $78.000 mensuales, cuentan a LA NACION. Aunque no llevan un padrón, afirman que las familias que asisten pasaron de 30 a unas 50.
“Antes hacíamos el comedor toda la semana. Tuvimos que bajar a tres días, dos y ahora una vez por semana. Lo estamos sustentando con rifas, yendo al Mercado Central o con donaciones. El Gobierno no nos quiere dar la mercadería. Para ellos, somos comedores fantasma. Nunca vinieron a ver qué es lo que hacemos. Me llamaron, dijeron que me iban a venir a visitar y nunca vinieron. Estamos abandonados por el Estado”, afirma Aquino, que tiene el comedor “El Arroyito” hace 10 años y milita hace 18 en el movimiento social Barrios de Pie, una organización vinculada al peronismo.
Tres paquetes de arroz y un poco de sal son suficientes para encarar la última parte de la cocción en la olla del barrio Santa Rita, que las mujeres del comedor revuelven con grandes maderas que tienen colgadas en las columnas, también de madera, que sostienen un techo en el patio de la casa de la calle Perseverancia.
Cuando el mensaje de WhatsApp comunica al grupo vecinal que la comida está lista, el primero en llegar es Juan Zarza, un changarín que va al comedor “desde que está” y vive solo. Lo siguen dos chicos de no más de diez años, que pasan a retirar los tuppers y las naranjas para sus casas. La lista se engrosa con una señora, una nena y con Santos Ramón Acuña, un hombre que afirma que se mudó al barrio “hace cuatro días” y ya acude al comedor, al que lo “trajo una señora”, según cuenta a LA NACION. A los pocos minutos, llega a buscar su ración Elena Agüero, una jubilada, de 67 años, que va al comedor desde que comenzó a funcionar. “Los jubilados estamos re mal”, sostiene, y cuenta que va a distintos comedores del barrio, en el que vive hace 29 años.
A unos 90 kilómetros del barrio Santa Rita, en el comedor “Panza Llena, Corazón Contento”, de Los Hornos, bosquejan un escenario similar. El espacio no está vinculado a espacios políticos -afirman que se abrieron de Libres del Sur cuando llegó Javier Milei al Gobierno- y se maneja entre la escasez de mercaderías. En sus alacenas queda solo polenta, arvejas y yerba. A pocos metros de la calle 149, una vía rápida con postes y paredones pintados con los colores de Estudiantes y Gimnasia según la cuadra que se transite, el comedor funciona en la casa de los suegros de Silvia Barrientos, la responsable del espacio.
“No tenemos los medios para sustentar la olla. Estamos haciendo una vez por semana, cuando lo hacíamos antes tres veces. Estamos asistiendo a 250 personas, hay familias de hasta 12 personas. Antes hacíamos 30 tuppers por semana, antes de la llegada del nuevo presidente; ahora estamos haciendo 60. Y estamos poniendo un cucharón por tupper, quizás para una familia de 12 personas, es una locura. Es para no decirles que no hay”, relata Barrientos a LA NACION. Subraya que “hay nenes que pasan hambre, al punto de llorar por hambre”.
El Potenciar Trabajo de $78.000 es la entrada de dinero general para la familia que trabaja en el comedor platense, al igual que en el caso de González Catán. Al lado de la mesa, está el carro con el que el suegro de Barrientos, Santiago Oyhamburu, de 61 años, sale a juntar cartón. En Los Hornos abundan los comedores. Por caso, a la vuelta de “Panza Llena, Corazón Contento”, está “La Olla del Puente”, a cargo de un vecino apodado “El Ruso”.
Sin ánimo para la protesta
A pesar de que los responsables de los comedores y los vecinos que acuden en busca de alimento relatan una situación social dramática, admiten que es improbable que esa circunstancia se transforme en un estallido de protestas y encuentran la explicación en la estrategia que utiliza el gobierno de La Libertad Avanza ante las manifestaciones. Así lo plantea Karina Pérez, una mujer de 48 años que concurre al comedor de Los Hornos: “La gente ya está muy cansada de la situación. No podés salir a hacer un corte que enseguida llega la policía, no está para salir a hacer un piquete”. Admite que ella “antes iba a las marchas por el tema de los planes”, y aunque ve la conflictividad en baja, aclara: “Si vos no vas a la marcha, alguno te dice que te da de baja, y por las dudas hay que ir”.
“La gente no tiene ganas de salir a la calle a protestar. Uno lo ve en la tele: los jubilados salen a protestar porque no les alcanza para un remedio y los agarran a palazos”, señala Walter Oyhamburu, el marido de Silvia Barrientos, que también es uno de los encargados del comedor platense. “Reprimir al pueblo ha hecho que se calme un poco [la protesta]. Y la gente quizás dice ‘No voy a ir porque pierdo todo el día’”, coincide Lorena Pino, colaboradora de “Panza Llena, Corazón Contento”.
La misma explicación ofrece Aquino, la encargada del comedor de González Catán. “No te quieren acompañar [a una marcha] porque tienen miedo de ser golpeados, de que los lleven presos. A los jubilados les pegaron por salir a reclamar sus derechos. Tienen miedo a salir”, considera.
Los barrios también sufren el flagelo del narcotráfico y por esa presencia algunos explican la falta de movilización en esos sectores necesitados. Pablo Pérez, coordinador de la ONG La Plata Solidaria, que, entre otros espacios, colabora con el comedor de Los Hornos, plantea una vinculación. “Las ONG que trabajamos en el territorio tenemos algunas conclusiones sobre por qué no explota. Uno toma como parámetro 2001. En ese momento, los territorios los dominaban los punteros políticos. Ojalá hoy hubiera uno por cuadra, pero nos los hay. Los barrios más complejos son dominados por el narco, por el transa. La gente que vive en la miseria heredada de padres a hijos sigue viviendo en la anomia del día a día. Y al transa no le conviene que su barrio se mueva; le conviene la tranquilidad del barrio para que la gente pueda entrar a comprar droga”, argumenta.