ROSARIO.– Hugo Orlando Silva, de 45 años, dormía en la calle en una esquina del barrio Villa Manuelita, en el sur de la ciudad, cuando, según la investigación judicial, tres chicos de entre 10 y 14 años lo prendieron fuego. Actuaron con una crueldad que aún no tiene explicación. ¿Qué motivó a estos pibes a quemar viva a una persona indefensa?
La calurosa noche del 6 de este mes le arrojaron una botella con una mecha encendida, una especie de bomba molotov; las llamas abrasaron a Silva, que estaba en situación de calle y sufrió quemaduras en el 80% de su cuerpo. Murió cuatro días después en el Hospital de Emergencias Clemente Álvarez (HECA).
Inimputables por su edad, según la ley, los autores del horrendo crimen fueron puestos en libertad. El juez de Menores Alejandro Cardinale, que tiene una vasta experiencia en la Justicia, admitió que es “un caso novedoso, como también lo es la modalidad, el tipo y la edad de los involucrados, por lo que la respuesta del Estado también debe serlo”.
Silva trabajaba en el puerto de Rosario como estibador. Hace una década se lesionó la columna en un accidente laboral y su vida empezó a desbarrancar, según relató su familia. Se aferró al alcohol y nunca más logró tener un trabajo estable y una vida que no estuviera perforada por esa adicción. En la casa donde vivía con su esposa, Patricia Cabrera, y sus tres hijos en la calle Spiro, de Villa Manuelita, estaban cansados de ver cómo Hugo caía en un abandono difícil de remontar.
Hace cuatro años, Cabrera abandonó la casa, que queda en uno de los pasillos de Villa Manuelita, en el sur rosarino. Por los problemas que tenía con su marido y por el asedio de los narcos de la zona, según contó a LA NACION. “Me estaban desmantelando la casa. Me robaban hasta las aberturas. La querían usurpar después de que le dispararon por error a mi hermano”, recordó.
Ese enclave tiene una historia, que va a contramano de este presente ominoso. Medio siglo atrás, los pobladores de la zona eran, en su mayoría, operarios de los frigoríficos y del puerto, que está a pocos metros. Era un barrio obrero que en la época de la “resistencia peronista” se convirtió en un bastión.
Ya casi nadie recuerda que en el gigantesco tanque de agua que se ve desde todos los costados del barrio durante años persistió la leyenda “Todos los países reconocen a [Eduardo] Lonardi; Villa Manuelita no lo reconoce”. El barrio sufrió como casi ningún otro la crisis de la desocupación de los años 90’, con la privatización del puerto y el cierre de varios frigoríficos.
El tejido social cambió, y el urbano también. Se fueron haciendo cada vez más largos los pasillos que conectaban las casas precarias que se levantaban en esa zona que el narcomenudeo deformó en la última década y media. De la aspiración de ser obrero de la industria de carne y del puerto, y tener una casa de material, se pasó a otra referencia: el soldadito narco, el pibe al que todos le temen, que se monta en una moto con una 9 milímetros, como advirtió el psicólogo Horacio Tabares, director de la ONG Vínculo, autor, entre otros libros, de Drogas. Debate sobre políticas públicas.
“En algunos barrios se da una situación de desamparo social, simbólico, tutelar y cultural. La aparición del narco se volvió un espejo en el que se reflejan profundos deseos: una vida rumbosa, con acceso al dinero, a coches y a mujeres atractivas que cala en los deseos de los pibes”, reflexionó Tabares.
Silva vivía con su familia en una casa de material, modesta, de dos ambientes. La pequeña propiedad sale a la calle Spiro por ese pasadizo de viviendas precarias y piso de tierra. Su exmujer decidió mudarse a unas cuadras de allí, donde se respira un aire diferente. Y Hugo se quedó a la intemperie.
Se refugió en la esquina de Grandoli y 24 de Septiembre. Allí pasó los días aferrado al vino tinto, que pagaba con las changas que hacía a los vecinos, que lo ayudaban porque “no hacía mal a nadie” y les daba “lástima”. Era un hombre que a pesar de su adicción al alcohol era querido en el barrio. “Era un borrachín, pero inofensivo. Jamás fue violento ni agresivo. Es triste ver a una persona que cae en el abandono, pero era su decisión”, contó a LA NACION Romina Costa, su hermana.
La familia trató varias veces que Hugo se recuperara. Lo internaron en dos oportunidades, pero él se resistía e incluso intentaba fugarse. “No quería cambiar. Estaba resignado a vivir así. Él decía que le gustaba esa vida”, reveló su hija Melody Silva, de 26 años. Cada tanto iba a asearse a la casa de un familiar. Le daban de comer, descansaba, pedía plata y volvía a la esquina.
Silva tenía 45 años, pero parecía haber transitado muchos más. Su rostro ajado y su piel porosa, fruto del consumo de alcohol, le daban el aspecto casi de un anciano.
El jueves 6 de marzo, mientras el calor sofocante calaba hondo, Silva dormía en “su esquina”, debajo de un alero. Las imágenes de las cámaras de seguridad de la calle muestran que descansaba boca abajo. Cerca de la 1.30 tres chicos se acercaron a la esquina. Uno tenía una botella en la mano. Hugo, probablemente afectado por el alcohol, ni siquiera se movió. No se dio cuenta de que cerca suyo merodeaban unos niños.
El mayor, de 14 años, arrojó la botella. Antes, el de 10 encendió la mecha. Los pibes salieron corriendo mientras el cuerpo de Silva era envuelto por las llamas. Hugo comenzó a moverse y a tratar de apagarse el fuego con las mantas. Las llamas le cubrían la cara, la cabeza y distintas partes del cuerpo. Según presumen los investigadores, se desmayó y quedó ahí, tirado hasta las siete de la mañana. Con el 80% del cuerpo quemado logró pararse para pedir ayuda a los vecinos que a esa hora recién aparecían por la calle.
Uno le trajo un vaso de agua y llamó al 911. A los pocos minutos llegó la policía y recién ahí llamaron a una ambulancia del SIES, que trasladó a Silva al HECA. Quedó internado en terapia intensiva, intubado, hasta el domingo 9, cuando ya no pudo más.
Según un informe de LA NACION, entre 2023 y 2024 un grupo de organizaciones sociales e investigadores registraron que por lo menos 135 personas que estaban en situación de calle murieron en diferentes puntos del país. Pero no como Hugo Silva. Se cree que las bajas temperaturas y las duras condiciones de vida que atraviesan quienes viven a la intemperie y sin acceso a servicios básicos podrían haber sido las causas de muchos de esos decesos. En la provincia de Santa Fe fallecieron 11 personas en situación de calle.
Antes de que la Justicia empezara a investigar, los familiares de Hugo, como muchos en el barrio, sabían quiénes habían sido los autores del cruento asesinato. El lunes pasado, Melody, la hija de Hugo, vio a uno de los pibes que le habían señalado los vecinos. Iba en bicicleta por la calle cuando ella lo interceptó. “No le pegué, ni lo insulté, ni lo agredí. Es un niño de 14 años. Pero hizo algo atroz, como quemar y matar a una persona indefensa. Llamé a la policía y lo llevaron a la comisaría 15ª”, relató la mujer de 26 años a LA NACION.
Otro de los menores, de 12 años, fue entregado por su madre en la misma comisaría al día siguiente. Y al de 10 lo demoraron después en la seccional. El fiscal Luis Schiappa Pietra, que investiga este caso, dijo que los autores del horrendo crimen están todos identificados.
La causa quedó en manos del juez de Menores Alejandro Cardinale, que convocó a la Secretaría de la Niñez de Santa Fe para que tomen intervención respecto de los chicos que serían los asesinos.
“No es un caso común. Es terrible lo que pasó y la intervención del Estado tampoco puede ser como en cualquier otro hecho”, señaló.
El caso quedó en una nebulosa. Porque la Justicia no los puede detener porque son inimputables, pero, a su vez, los organismos estatales del área de la niñez recién ahora van a intervenir. El Estado llegó tarde. La mayoría de estos chicos sospechosos de ser los asesinos de Silva ni siquiera quedarían alcanzados por el proyecto de baja de imputabilidad a los 13 años. “La única medida que piensa hoy el Estado es la cárcel, y el problema no se va a solucionar allí”, consideró una calificada fuente de la investigación.
El chico de 14 años que fue entregado a la policía por Melody, la hija de la víctima, es hermano de un adolescente de 16 años, cuyas iniciales son A. M., que fue investigado como presunto autor de tres crímenes. En el barrio lo apodan “Soretito”.
Según fuentes consultadas por LA NACION, este adolescente estuvo detrás de los crímenes de Juan Ramón Flores y de su pareja, Ana María Martínez, quienes el 19 de enero del año pasado fueron atacados en un pasillo de Spiro al 300 bis con el objetivo de quitarles el botín de un robo a un narco de la zona. Al día siguiente fue asesinado Marcos Maldonado, de 17 años, otro pibe de La Tablada. Todos los crímenes ocurrieron en un radio de cinco cuadras desde el lugar del ataque letal contra Hugo Silva.
Soretito, soldadito narco, está preso. Vilma Ludueña, que fue maestra en el jardín de infantes Nº55 Gustavo Cochet, ubicado en bulevar Seguí al 100 bis, recordó que él fue quien asesinó, en 2024, a uno de sus exalumnos: Marcos Maldonado, de 17 años, un chico atravesado por una historia familiar desoladora.
Vilma rememora con lágrimas en sus ojos a Chaparrito, como lo apodaban a Maldonado; cuando él tenía cuatro años, ella mandó una carta al Ministerio de Educación en la que pedía auxilio para este chico. La carta la tituló “un marco para Marquitos”. La maestra se trató de anticiparse a lo que el futuro depararía a ese chico. No logró ninguna respuesta.
“Este niño vive rodeado de violencia y de ausencias”, escribió Ludueña en un documento que –según contó– fue derivado en aquel momento a las autoridades del Ministerio de Educación y de la Dirección Niñez.
“Vivimos en medio de la violencia que ejercen los adultos hacia los niños, y a otras entre los jóvenes por rivalidad entre grupos antagónicos, por querer tomar posesión de un determinado sector de esta zona del barrio mediante el uso de armas de fuego de grueso calibre, que se ejecutan a cualquier hora del día, casi siempre en presencia de nuestros alumnos”, detalló a fines de 2010. Su descripción se ajustaba a una realidad que aún no tenía eco en la agenda política.
El escenario que describió la docente para alertar sobre lo que podría pasar con ese chico “vulnerable” era anterior a la espiral de violencia en Rosario que se produjo a partir del aumento de los homicidios en 2013, cuando hubo 263 asesinatos en medio de la “guerra narco” desatada tras el crimen del líder de Los Monos, Claudio “Pájaro” Cantero. Pero tiempo antes de eso en los barrios más golpeados por el narcomenudeo ya comenzaba a vislumbrarse lo que vendría.
Los docentes le habían tomado especial cariño a Marcos por su historia desoladora. Chaparrito no tenía padre; su madre, Noelia, sufre una discapacidad severa y es ciega, y hoy está internada en el hospital de salud mental Agudo Ávila. Marcos nació fruto de una violación, según reconstruyeron en la escuela. Un hombre del barrio, que después fue asesinado, abusaba de los chicos y chicas que vivían “bajo tierra”.