Decía Alfonsín, en 1983, que con la democracia se come, se cura y se educa. Con respeto institucional por el expresidente, valga el atrevimiento del relativizar el concepto, porque no es la democracia la que alimenta, la que cura y la que enseña, sino que son los gobernantes, elegidos en el maravilloso marco que nos brinda la democracia –como sistema político en el cual el pueblo es el verdadero titular del poder–, los que deben generar el ámbito necesario para que la gente, con su trabajo y esfuerzo, pueda satisfacer esas necesidades básicas.
La democracia es, en cambio, como se suele afirmar, “el gobierno del pueblo”; o más precisamente, un régimen político en el cual, los individuos –titulares, en cuota parte, del poder político o capacidad para mandar–, elegimos, mediante el sufragio, a aquellos que conducen nuestros destinos. Por este motivo es que, en democracia, es necesario que exista, entre representantes y representados, una relación clara, transparente y, sobre todo, sincera.
En el contexto electoral que se avecina, para la elección de diputados y senadores en la provincia de Buenos Aires y para concejales y consejeros escolares en cada uno de los 135 municipios que la integran, se ha vencido el plazo para que las diferentes agrupaciones políticas presenten a sus candidatos. Pues, una vez más, como tantas otras veces ha ocurrido en los últimos años, se pone de relieve la cuestión de las “candidaturas testimoniales”, es decir, de partidos políticos o alianzas electorales que presentan a candidatos sabiendo, de antemano que estos jamás asumirán el cargo para el cual se postulan.
Por un lado, no es convincente que, un intendente, un ministro o un vicegobernador estén dispuestos a renunciar al cargo que desempeñan al momento de la elección para ocupar una banca legislativa; por otro, no hay actitud más nítidamente antidemocrática que la que tiene un candidato que le miente al electorado al que le requiere el voto, haciéndole creer que, de lograr el favor popular, asumirá una banca, cuando sabe que no lo hará.
Luego, si esa burla prospera, y el “candidato fantasma” logra ser elegido, no asumir el cargo constituye una verdadera estafa institucional que merece, indudablemente, el más contundente repudio de la gente, que no puede permitir que a los partidos les sea políticamente útil y favorable desarrollar este tipo de trampas electorales.
Para defender estas perversas maniobras, algunos argumentan que lo importante no es el candidato sino la agrupación política que los propone, y las ideas que esta sostiene y difunde. De acuerdo, si lo importante es eso, no se entiende por qué necesitan apelar a la trampa de presentar candidatos visiblemente conocidos merced al cargo que ocupan o a la profesión que ejercen, pero que no desean ocupar la banca para la cual son elegidos. No hay argumento atendible para justificar este desatino antidemocrático, cuando, de lo que se trata, es de engañar al pueblo al que se le pide nada menos que el voto.
La democracia es un bondadoso sistema de gobierno; pero para que funcione es necesario que la gente esté cívicamente educada, porque la educación popular es el nutriente que el sistema necesita para fortalecerse y purificarse. Si es cierto que, en democracia, los pueblos tienen los gobernantes que se merecen y que se les parecen, que cada uno, a la hora de analizar estas condenables actitudes electorales, se pregunte si merece tener representantes que les mienten premeditadamente.
Abogado constitucionalista, prof. Dcho. Constitucional UBA