El peronismo lanzó el operativo proscripción. Ante la confirmación por parte de la Corte Suprema de Justicia de la sentencia de la Cámara de Casación en la causa Vialidad, que condenó a Cristina Kirchner a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos, la expresidenta llamó al PJ a movilizarse. “Me quieren presa o muerta”, (¿tenemos elección de la opción que nos brinda?) había expresado el sábado último durante un acto en Paso de los Libres. La estrategia para enfrentar el histórico fallo judicial es, una vez más, la victimización: declararse proscripta por los mismos “grupos económicos concentrados” que frustraron su “revolución nacional y popular”, ahora operando desde el máximo tribunal. “En el fondo profundo los que tienen miedo son ellos. Solo la gente que tiene miedo y odio trabaja de esa manera”, afirmó.
Miedo y odio son curiosamente dos sentimientos que Cristina Kirchner manipuló durante su gestión presidencial para alcanzar un poder hegemónico. Construyó para eso un relato, que se cimentó en un sentimiento humano que existe en mayor o menor medida en toda sociedad, y que ella estimuló para dividir y gobernar: el resentimiento. Las heridas que la expresidenta reabrió siguen abiertas y hoy el resentimiento es fomentado desde otro signo político, pero con fines parecidos. Con el auge de los populismos, la manipulación de las emociones negativas se ha vuelto global, y vale la pena detenerse en esa dinámica política que daña a las democracias republicanas.
Posiblemente no exista una emoción más ponzoñosa que el resentimiento. Hay en su origen una injusticia, real o imaginaria, que se impone a la fuerza y no deja resquicio para una respuesta o una reparación que alivie su peso. El humillado rumea su resentimiento en silencio y llena su ánimo de agresividad. Esta emoción puede provenir de una envidia malsana que coloca al sujeto en una posición de inferioridad, pero también puede ser consecuencia de una situación injusta que se prolonga en el tiempo sin visos de resolverse.
Para muchos analistas, el malestar actual de las democracias occidentales se debe en buena medida a la brecha entre los ingresos más altos y los más bajos. Una franja muy pequeña de la sociedad se ha vuelto más rica mientras las clases medias y bajas perdían posiciones y se precarizaban. “Nunca se habló tanto de estas desigualdades y, al mismo tiempo, nunca se hizo tan poco para reducirlas”, escribió el politólogo francés Pierre Rosanvallon, para quien la igualdad (sobre todo de oportunidades) es una promesa esencial de la democracia que nace con las revoluciones francesa y norteamericana. Hoy, afirma, resulta incumplida, con la consiguiente frustración de quienes se sienten excluidos del sistema, ya sea por tener ingresos insuficientes como por haber quedado fuera del mercado tras el impacto de la globalización y la revolución tecnológica, que han reconfigurado el mundo del trabajo en Occidente.
El clima de odio y división conspira contra la confianza y la salud de las instituciones
Ante la pérdida de su calidad de vida o la caída en la pobreza, estos sectores perciben que el sistema responde con la indiferencia, activando un resentimiento que los líderes populistas estimulan con discursos incendiarios para cosechar votos. Una vez en el gobierno, proceden a doblegar las instituciones de la democracia desde adentro. Estos líderes pueden vestir los colores de la izquierda, como Hugo Chávez, o de la derecha, como Donald Trump. La dinámica es la misma. Unos y otros demonizan a una supuesta élite, culpable de todos los males, y a fuerza de cebarse contra ese “enemigo”, llevan el resentimiento a la escala del odio. Y le dan cauce, lo liberan, lo transmutan en energía política activa, al precio de dividir a la sociedad, hacer añicos la convivencia democrática y desengañar finalmente las esperanzas de redención que ellos mismos despertaron.
“Estos líderes se convierten en objeto de una fuerte inversión emocional porque se asocian estrecha e íntimamente con el yo herido de los individuos”, dice la socióloga Eva Illouz en su reciente obra La vida emocional del populismo. Prometen vengar las heridas del pasado y adoptan un discurso victimista, que muchas veces abreva en experiencias traumáticas de su propia vida. “Esto les permite convertir en arma la condición de víctimas, volverla una moneda útil en la arena política, otorgándole un brillo moral”, sostiene.
La experiencia kirchnerista es un buen ejemplo. Cristina Kirchner polarizó a la sociedad apoyándose en una política identitaria de fuerte carácter emocional. En sus largos y frecuentes discursos, promovió una sed de revancha contra lo que ella denominaba “poderes hegemónicos”. Obtuvo así adhesión suficiente como para aspirar a alcanzar, vaya paradoja, su propia hegemonía. Expresó ese objetivo en su “vamos por todo” de febrero de 2012, pocos meses después de haber sido reelegida con más del 50% de los votos. También buscó “culpables históricos” y se lanzó a reescribir el pasado. Creó el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego y reivindicó la lucha guerrillera de los años 70 mediante una lectura parcial de aquellos años violentos. Y lo hizo a través de un relato que apuntó a avivar el resentimiento latente y el revanchismo en gran parte de la castigada sociedad argentina, adoptando siempre la condición de víctima.
Hoy, con su estrella en declinación, sigue presentándose ante sus seguidores como una mártir capaz de inmolarse por una causa superior. La semana pasada había anunciado que se postularía a diputada bonaerense por la tercera sección, en las elecciones provinciales de septiembre, para evitar una derrota del peronismo que impactara negativamente sobre los comicios nacionales de octubre. “Creo que hay que poner el hombro como para hacer la mejor elección posible”, había señalado en una entrevista en C5N. Sin embargo, lo que se presentaba como un acto de desprendimiento era solo una búsqueda desesperada de fueros ante la inminencia de la decisión de la Corte Suprema.
Las heridas que la expresidenta reabrió siguen abiertas y hoy el resentimiento es fomentado desde otro signo político, pero con fines parecidos
En esa misma entrevista, la expresidenta culpó al gobierno de Mauricio Macri de su suerte judicial. “Durante ese gobierno se desató una persecución al principal espacio opositor y a mi persona –dijo–. Fue realmente devastador. Convencieron a la gente de que nos habíamos robado un PBI”. Lo que convenció a la gente, así como a los jueces, fue la prueba apabullante que los fiscales Diego Luciani y Sergio Mola desplegaron durante un histórico alegato. Solo con la ceguera del relato alguien podría desconocer semejante evidencia.
El uso político del resentimiento desde el poder sigue vigente en el país. Ahora desde otro espacio, pero con los mismos efectos. El enemigo a quien odiar es hoy “la casta”, una categoría en la que entran, a gusto del actual presidente de la Nación, varios sectores, entre ellos los políticos, los sindicalistas, ciertos economistas y el periodismo independiente. Para abreviar, podríamos incluir allí a todo aquel que esboza una crítica o una disidencia con el discurso oficial. Y en este punto las víctimas, como dice Eva Illouz, se convierten en victimarios: la promesa de venganza del líder libera en las filas libertarias energías que derivan en agravios y ataques que, desde las redes, alcanzan a los réprobos. El problema es que, al tiempo que refuerza la identificación de los militantes con su líder, el clima de odio y división conspira contra la confianza y la salud de las instituciones, condiciones necesarias para el despegue económico del país.
Es preciso ir dejando atrás este clima. Si seguimos echando sal en las heridas del cuerpo social para sacar rédito político desde cualquier espacio tendremos más de lo mismo. Pero si empezamos por considerarnos parte de ese cuerpo y reconocemos esas heridas como un dolor no del todo ajeno, quizá nuestro país pueda dar vuelta la página del populismo y dejar atrás la era del resentimiento para mirar juntos hacia adelante.